Entre Nalga de Maco y Armando Bermúdez,
el corazón de la isla respira en pino criollo,
yunta de niebla y musgo,
un aliento que no cede
aunque le rompan las costillas
con buldóceres y promesas.
Hay un grito vegetal en los helechos,
un rezo verde en la copa del copey,
un conjuro espiral en la orquídea que cuelga
como oído del bosque.
El nogal y la penda, con voz de sombra,
sellan pactos con la lluvia horizontal
que se posa, se arrastra, fecunda.
La sabina, como anciana de mirada azul,
escucha sin juicio
la risa del yagrumo y la paciencia del guaraná.
Debajo, sobre, entre, adentro,
la palabra líquida del Mao y del Artibonito,
el murmullo sacramental del Neita,
el espasmo de los afluentes que abren caminos
por donde no ha pasado humano
sin pedir permiso a la raíz.
En esa penumbra sagrada,
el solenodonte escribe en la hojarasca
con su lengua prehistórica.
La jutía, silente, dibuja rutas invisibles
donde el agua se hace carne
y la carne, escarcha.
Las babosas,
vigilantes de lo lento,
pintan glifos sobre la espalda de las hojas.
Los ciempiés caligrafían
lo que no entenderá el asfalto.
Los anolis rezan con los párpados,
las ranas-canto hierven el silencio
en cada charco no bautizado.
Y, desde ramas y troncos, desde el aire,
como himnos de plumas y de asombro:
la cigua palmera,
el perico: alegre, ruidoso, juguetón;
la cotorra, que aún sueña repúblicas de árboles;
el cuervo, que conoció y recuerda
el nombre sagrado de los vientos.
Más abajo,
donde el pino llora resina por la injusticia,
donde la sabina aún sueña neblinas,
donde el palo de viento se desnuda por dignidad,
los líquenes y los musgos hacen pactos
con la eternidad húmeda.
Allí, en ese umbral,
duermen las raíces de la patria-país.
No hay bandera más alta
que la niebla posada en La Rusilla,
no hay símbolo más exacto de nación
que el trino que no pide permiso para ser libre.
¿Quién osa trazar asfalto sobre la placenta del agua?
¿Quién dice “progreso” donde nace el rocío?
¿Quién mide en dólares lo que solo el silencio puede abrazar?
Que tiemblen los buldóceres,
que retrocedan las promesas de “progreso,”
que se quiebre el engranaje que pretende
partir en dos el pecho de las aguas.
La Cordillera grita, convoca, abraza.
Quien no acuda a su llamado,
se ha exiliado a sí mismo del cielo,
ha olvidado el idioma de las raíces,
y renunciado al milagro de la lluvia.
Luis Carvajal.
MADRE CORDILLERA
No se abre el corazón de una diosa con machete,
ni se traza un camino en donde nacen los ríos sin que tiemble la palabra humano.
Hay lomos de roca que sangran savia milenaria
y hay raíces que memorizan los nombres de los dioses
escritos en la niebla.
Quien levante un puente en la médula del trueno
traspasa el útero del agua,
rompe el aliento del bosque,
desvela el lenguaje secreto de las garzas
y firma un pacto ciego con el abismo.
La Cordillera es la arquitectura de los latidos,
el rezo mineral de la isla,
la columna vertebral del rocío.
Allí, el viento es chamán y centinela,
las hojas conjuran relámpagos
y cada loma es un códice de la creación.
Los que quieren una carretera entre Sabanetas
quieren partir en dos la respiración del mundo,
borrar con asfalto el alfabeto del musgo,
cambiar la placenta de las nubes
por contratos de sombra.
No hay atajo que no hiera si atraviesa lo sagrado.
Y esta cordillera, madre de nacimientos,
vientre donde el tiempo amamanta la biodiversidad,
no puede ser cortada como si fuera un pastel de piedra.
Toda ruta trazada sin permiso del agua
es un camino por donde llegará la sed.
Todo tajo en la montaña es una herida en la frente de todos.
La riqueza que prometen los mapas
es sal bajo la lengua del futuro.
¿Qué dios bendecirá una vía que corta las venas del universo?
Escuchen:
las raíces gritan pidiendo auxilio,
pero cuando mueran,
se llevarán consigo el eco,
la palabra primigenia de los dioses
y el mito del progreso prometido.
Luis Carvajal