Se acumula el polvo dentro del pulmón.
El agua ya no canta:
es lágrima que acaricia raíces quemadas.
Una orquídea nace en la grieta de un neumático,
y nadie la ve.
La neblina aprendió a marcharse de espaldas.
Hay una lengua en el barro
que sabe todos los nombres del silencio,
y los pronuncia
mientras desangran al río con tubos y concreto.
En las laderas,
las papas cultivan hombres que olvidaron
cómo dialogar con su sombra.
La montaña resiste
con un grito que no cabe en los oídos
de una república que duerme
bajo techos hechos de excusas
y el eterno delirio del progreso.
El Haina desciende
como una arteria que no acepta transfusiones.
El Mana, el Duey, el Guananito,
recitan el evangelio del agua
a dioses que ni lloran, ni sudan, ni orinan.
El Mahoma se curva como un pez que ora,
el Mahomita murmura al oído del monte
una plegaria seca y sin destino.
El Banilejo se parte en espejos,
el Nigua gime bajo basura y lodo,
el Juma lleva su antigua sombra de arrozales,
el Yuboa ya casi no recuerda el sabor de la lluvia.
Y el Yuna, gigante de barro,
intenta olvidar su niñez maltratada y su abandono.
En las ramas del palo de viento,
una jutía sueña sin saber
que el sueño es su último refugio.
Las ranas, esas campanas húmedas,
entonan plegarias anfibias
que los hombres confunden con ruido.
El viento recuerda
cuando el agua era verbo primigenio
y el árbol, soberano del tiempo y la palabra.
Ahora se apilan los pinos caídos
como biblias abandonadas
tras una falsa fe mal ejercida.
El sordo clamor del bosque
es una carta urgente sin destinatario,
un reclamo de auxilio sin respuesta.
Las leyes: troncos huecos, podridos, sin memoria,
se astillan al tocarlas.
En sus márgenes crecen delitos y tragedias
como poemas mal traducidos.
Hay niños que beben
del cráneo abierto del río.
El bosque, sin testigos,
intenta reparar sus heridas mortales,
su infinita red de cicatrices.
Quien camine estos senderos,
quien escuche los árboles toser,
que no regrese con selfies ni fotos del paisaje,
sino con una pregunta
ardiendo entre los dientes,
y una rabia en voz alta
en sus puños y ganas.
Luis Carvajal