Hay días en que la tierra tose con ronquido de acero
y el río despierta con el lecho mordido.
Bajo la polvareda, el miedo aprende a contar.
La gente llega con su sed como un surco abierto.
Vienen de todos los rumbos: montaña, costa y barrio;
piden la verdad con las manos abiertas.
Entonces van hasta la gente:
botas que besan la tierra herida,
cuadernos que escuchan el primer sollozo,
frascos que guardan el alfabeto del agua,
mapas que respiran como pulmón de papel.
No buscan vitrinas:
convierten el rumor en medida exacta,
la medida en razón combatiente,
la razón en puerta que no se rinde.
Nombran el daño sin temblor,
atienden la grieta sin teatro,
alumbran el lugar donde la ley amanece dormida.
No ofrecen milagros:
trazan el límite que el poder borronea,
señalan la orilla que el progreso desplaza,
invitan a caminar con los ojos desvelados.
Saben que saber no es coleccionar destellos,
es aceptar que el dato te interpela,
que la evidencia te nombra en voz alta.
Por eso caminan sin banderas prestadas.
No se arrodillan ante el ruido;
se apoyan en la ley que no se negocia,
ponen el cuerpo donde el río agoniza,
y se quedan de pie junto al que resiste.
Hablan con todos los lenguajes:
la fe que abraza sin condiciones,
la ciencia que interroga sin concesiones,
la escuela que siembra preguntas,
el barrio que teje resistencia.
En la sala del juez, el número deja de ser abstracto:
una cifra es un pez sin aliento,
una curva, hambre en la despensa,
un índice, pulmón enfermo.
Así la verdad respira y pesa.
El territorio, libro vivo:
cada duna, un renglón que el viento subraya;
cada manglar, una mano que sostiene el confín;
cada cueva, memoria de lo que fuimos;
cada río, un verbo que solo se conjuga en plural.
Y nosotros, convocados.
Porque neutral es solo el método,
nunca la conciencia.
Porque medir es jurar cuidado,
y escribir un informe es comprometer la piel.
Hagamos de la indignación un plano,
del expediente, un remedio,
de la costumbre, un derecho cumplido,
del reclamo, un amparo.
Que el Yuna nos enseñe de nuevo la paciencia de las aguas.
Que las dunas guarden su silencio fecundo.
Que el manglar resista, rodillas en el lodo, espalda al horizonte.
Que los barrios respiren aire sin humo y beban agua sin miedo.
Botas que aman.
Frascos que guardan.
Mapas que laten.
Leyes que abrigan.
Manos que enseñan.
Vecinos que deciden.
Y ahora, sin demora:
cada dato será martillo de luz,
cada visita, pacto de cuidado,
cada peritaje, puente sobre el abismo.
La casa común tiene un nombre antiguo y sencillo: vida.
Nos llama con ternura y con urgencia.
Alcemos la lámpara compartida,
abriguemos con la ley que no se dobla,
construyamos un «nosotros» más ancho que el miedo.
Que nadie quede a oscuras.
Que nadie quede afuera.
Que la verdad de los números abrace el temblor de la gente.
Que el último verso abra surco, tienda puente,
y muestre el rostro del futuro
naciendo ahora mismo.
Autor: Luis Carvajal
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