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COMPROMISO DE AÑO NUEVO CON LA VIDA INSULAR

Que el año nuevo no llegue
como estruendo de motores
rasgando el vientre del manglar,
sino como un pulso limpio
en la tráquea verde del bosque.

Que llegue con la paciencia del pino criollo,
sosteniendo el cielo con agujas que no piden permiso:
solo espacio, niebla y tiempo.

Que llegue con la delicadeza feroz
de la rosa de Bayahibe,
flor que aprendió a abrirse
en el filo de la caliza,
sin negociar su derecho.

Que el año nuevo recuerde
que en La Hispaniola la vida no es adorno:
es historia mineral respirando.

En Los Haitises,
donde el agua escribe cuevas con tinta de milenios
y el monte levanta archipiélagos de sombra,
que las raíces no beban plástico
ni oscuridad fabricada.

En Sierra de Bahoruco y Sierra de Neiba,
donde el viento muda de idioma en cada altitud,
silbando en pinos, susurrando en bruma,
que el bosque no sea un expediente:
que sea bosque,
y que el aire no venga con instrucciones de humo.

En Jaragua,
que la sed del suelo no sea condena,
que el bosque seco conserve su dignidad de hoguera contenida,
fuego árido que arde sin consumirse,
y que el mar cercano no cargue la vergüenza del vertido,
sino el brillo intacto de lo que se respeta.

En Monte Cristi,
que el noroeste no sea una esquina sacrificable:
allí también el sol tiene raíces,
allí también la vida aprende a persistir
con una economía exacta de agua.

En Valle Nuevo,
que los pajones sigan encendiendo
su liturgia de escarcha,
un rezo blanco que congela el alba,
y que nadie confunda progreso
con amputación del nacimiento.

En Lago Enriquillo,
que la sal no sea excusa para el abandono,
y que la iguana rinoceronte camine sin sobresaltos
sobre su propia memoria de sol.

En el lago Rincón/Cabral,
que el humedal no sea un depósito de olvidos,
sino una garganta de agua
donde las aves escriben
su carta antigua al planeta.

En el Cinturón Verde,
que la ciudad aprenda a no devorarlo todo:
que haya una frontera de hojas
capaz de decir: hasta aquí,
una franja de respiro
para los cuerpos y para el aire.

En Hoyo del Pino,
que la tierra honda, esa boca de caliza,
no sea herida abierta por la prisa,
sino un recinto de humedad y misterio
donde el silencio trabaja.

Y mar afuera, en el Banco de la Plata,
que el canto de las ballenas,
esos cantos gregorianos del abismo,
no naufrague en un océano de estridencias.
Que la migración sea camino
y no corredor de amenazas.

Que el arrecife no sea una ciudad deshabitada:
que los corales levanten otra vez
sus catedrales diminutas,
bóvedas de calcio y color donde el pez aprende su salmo,
sin blanqueamiento, sin fiebre, sin deuda.
Que el pez, la tortuga, el manatí,
no sean cifras tardías,
sino presencias legítimas
en la gramática del Caribe.

Y que se oiga, por fin,
la república pequeña de lo vivo.

Que haya paz para los sapos
que afinan la noche con su garganta de charco,
diapasones de la oscuridad;
para las salamandras, relámpagos húmedos
que sostienen la sombra sin hacer ruido;
para las libélulas, flechas de luz
cosiendo el aire sobre el agua;
para las mariquitas, puntos rojos de puntuación
en la frase verde del jardín.

Que las abejas vuelvan a la flor
sin insecticidas en la saliva del viento,
y que el monte conserve sus termitas,
arquitectas de madera y paciencia,
levantando por dentro la casa del suelo.

Que el ciempiés siga su oficio de brújula
entre hojas caídas,
y que el alacrán, antiguo guardián del pedregal,
no sea aplastado por miedo,
sino comprendido como parte del equilibrio.

Y tantos otros,
los mínimos, los discretos,
los que sostienen el mundo sin ser nombrados.

Y que se escuche, también,
la nación subterránea:
las micorrizas trenzando alianzas,
telarañas de vida que tejen la savia secreta bajo nuestras suelas;
las bacterias fijadoras de nitrógeno
cosiendo fertilidad sin aplausos;
las cianobacterias fabricando oxígeno
desde una antigüedad que todavía nos sostiene la garganta.

Los microbios de cueva,
en el Pomier y en toda roca viva,
escribiendo química paciente
en paredes que guardan pinturas y respiraciones:
que ninguna dinamita borre
esa biblioteca oscura donde la vida
aprendió a persistir sin sol.

Porque también ellos,
los invisibles,
los sin bandera,
los que no caben en un afiche turístico,
son alguien.

Alteridad no es teoría:
es mirar una rana, un liquen, un escarabajo,
y comprender, con precisión ética,
que su existencia no necesita justificarse
en nuestra utilidad.

Que el año nuevo traiga
una justicia que no sea solo humana.
Que el derecho a existir
no dependa del tamaño, del color,
de si canta bonito,
de si da madera, carne o paisaje.

Que cada especie tenga paz
para cumplir su tarea:
polinizar, descomponer, filtrar,
sembrar sombra, abrir caminos de agua,
sostener el tejido del mundo
sin ser cazada por la codicia.

Que el clima deje de ser amenaza
y vuelva a ser conversación estable
entre nubes, corrientes, montañas.

Y a nosotros, animal de palabra y herramienta,
que el año nuevo nos encuentre capaces
de aprender humildad:
no dominarlo todo,
no tocarlo todo,
no convertirlo todo en mercancía.

Que entendamos, al fin,
que la vida no nos pertenece:
nos incluye.

Y que cuando brindemos,
no brindemos solo por nuestra suerte,
sino por la continuidad del planeta
en todas sus formas:

por la clorofila,
por la escama,
por el micelio,
por la espora,
por el canto,
por lo que aún no tiene nombre
y ya merece respeto.

Que el año nuevo sea eso:
un pacto de convivencia
entre lo humano y lo demás,
un pacto sin firmas,
pero con actos.

Un año nuevo
donde la Tierra pueda,
sencillamente,
seguir siendo Tierra:
un planeta que respira,
un hogar sin dueños.

Luis Carvajal
28 de diciembre de 2025

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