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Mano Juan y la ardiente pasión de un pescador por las tortugas

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En la isla Saona hay un poblado llamado Mano Juan cuya “calle principal” es una ficción. No puede llamarse calle sin faltar a la decencia a ese camino polvoriento y sinuoso sobre el que se inclinan dos hileras de casas precarias. El nombre de play también resulta excesivo para el terreno en que los escasos niños juegan pelota, reducido hasta hace poco en varios metros por un vertedero que se traga los manglares.

Hablar de servicio de electricidad es fabular. Varias agencias internacionales mancomunaron esfuerzos en la construcción de una planta de paneles solares que dejó de cumplir su promesa antes de que cantara el gallo. En tono autocrítico, algunos pobladores reconocen que, inaugurado el servicio, se produjo una importación incontrolada de electrodomésticos de alto consumo. La generación no daba para tanto y, ahora, cada cual debe agenciarse electricidad por medios propios o acostumbrarse a pasar las noches a la lumbre de una vela.

No hay agua en Mano Juan. Los pozos abiertos proveen un líquido salobre y contaminado que sirve para el aseo doméstico y personal, pero no para el consumo. Así que la potable hay que importarla de La Romana o Higüey, y eso solo pueden hacerlo quienes tienen lancha propia, convertidos en vendedores de botellones a precio de oro molido.

Las estimaciones hablan de una población de mil personas habitando doscientos hogares. Difícil comprobarlo; la movilidad de los pobladores burla el rigor estadístico. Poquísimos viven de manera permanente en la isla. La falta de oportunidades los desplaza hacia los centros urbanos y turísticos de la región. Para estudiar, los niños y las niñas cuentan con dos aulas donde se agrupan todos los cursos, desde el primero al octavo. Si quieren continuar estudiando la única opción es levar anclas.

Además de la “principal” hay otra “calle”. Da a la playa y está llena, a la escala del poblado, de tiendas de artesanía y pintura naíf en la que se reconoce a leguas el colorido pincel haitiano. Y de tumbonas bajo unos cocoteros esplendorosos en las que los turistas viven su idea del Paraíso. Cada vez son más los que llegan a Mano Juan en modernas embarcaciones desde Bayahíbe, aunque todavía son más numerosos los que desembarcan en Catuano, una playa virgen situada en el mapa del turismo de masas, y potencialmente depredador, por la revista de viajes Caribbean Travel & Life.

Según declaraciones dadas a los medios por Manuel Serrano, viceministro de Recursos Forestales del Ministerio de Medio Ambiente, cada año crece el número de visitantes a la isla Saona, donde está enclavado Mano Juan. En marzo del pasado año calculó, a ojo de buen cubero, que cada día llegan unos dos mil extranjeros; tres mil en temporada alta; seiscientos mil al año. A las cuatro de cada tarde deben emprender el regreso: en Mano Juan ni en Catuano hay hoteles por la simple razón de que la isla Saona es parque nacional y no están permitidas las monumentales edificaciones que llenan la costa oriental y se apropian, mediante la privatización de hecho, de las playas públicas.

Quizá su condición de área protegida preserve a Mano Juan del destino que ya padecen otros poblados orientales. Pero la certidumbre flaquea por incontables motivos. Al influjo del turismo, el Pueblo de Pescadores, como se le conoció desde su fundación en 1944, recoge poco a poco las redes y arrincona las yolas. Los precios encarecen y el guía turístico, que chapurrea dos o tres idiomas, va erigiéndose en tótem de la cegadora industria.

Pero en Mano Juan abunda algo insospechado: la pasión de Pelagio Paulino por la conservación de las tortugas. Quizá este nombre diga poco a muchos, porque para todos él es Negro. El de la sonrisa ancha y la ufana experiencia en labor que demanda de extrema paciencia y cuidado. El que no tiene empacho en admitir que fue en el pasado “el más depredador de los depredadores” –negociante mayorista de conchas, de huevos, de carne de tortuga— porque está ya redimido de sus pecados y su penitencia da frutos.

En su metamorfosis convergen dos circunstancias. Una, la decreciente rentabilidad del negocio provocada por la sobreoferta y la cada vez peor calidad del producto, sobre todo de las conchas del carey, sacrificado demasiado joven. Otra, su encuentro con un biólogo puertorriqueño que con su empeño en salvar las tortugas tocó fibras sensibles de su alma y su conciencia.

Ocho años después, Negro es una especie de oficiante laico de los rituales conservacionistas. Los resultados de su trabajo, que realiza en solitario –o por lo menos es esa la impresión— dibujan sonrisas en la cara de Yolanda León, del Grupo Jaragua, involucrada en cuerpo y alma en una lucha que tiene mucho de quijotesca en un país donde el conservacionismo es un ave extraña. El rescate de los nidos de tortugas en la isla Saona crece de manera casi exponencial. El equilibrio se restablece lentamente, pero de manera sostenida.

Es sábado y Negro habla de su experiencia a un grupo de pescadores que lo visitan para aprender sobre la salvaguarda de tortugas. Su voz es diáfana y su tono apostólico. A las explicaciones de los procedimientos propios de la faena, añade apostillas morales. Alude a la notoriedad pública que van ganando los programas que con la orientación del Grupo Jaragua y el Ministerio de Medio Ambiente se desarrollan en varios puntos estratégicos del país.

“Para mantenerse arriba hay que hacer las cosas con fundamento. La mentira solo conduce al fracaso, y la mentira es hacer algo que de verdad no te guste. Lo digo con toda la honestidad posible, porque soy honesto conmigo mismo. No todo el mundo está de acuerdo con lo que hacemos pero, si hay tres mil personas y quinientas quieren saber de mi, esas quinientas son las más importantes”, plantea frente a quienes anhelan reproducir la experiencia.

Frente a las varias neveras de las que mientras habla irá sacando las recién nacidas tortugas verde, Negro desvela los secretos de sus saberes. A su lado, Yolanda anota en las casillas de un riguroso cuestionario cifras que le encandilan los ojos. Cada vez son más las tortuguitas que volverán al mar.

Eran los últimos años de la década de los noventa cuando Negro sirvió de guía al biólogo que visitó Mano Juan para hacer un censo marino. Para entonces el negocio con las tortugas mostraba sus primeros síntomas de agotamiento. Aquel encuentro fue casi una revelación: le sembró la culpa de ser cómplice de un crimen contra la naturaleza y de una conspiración contra el futuro del mundo. Y lo rebeló contra sí mismo.

“Usted sabe –dice a Diario Libre— que la economía es lo que mueve el mundo. Aquí la carne y la concha de carey se comercializaban libremente. Era ilegal, pero uno le daba algo a quien debía vigilarnos, y problema resuelto. Pero cuando notamos lo que estaba pasando, surge el gran problema mío como pescador: comienzo a darme cuenta del impacto que nosotros creamos. Ya la mercancía nos la pagaban más barata o en algunos casos no querían comprárnosla. Es cuando digo ‘si el problema somos nosotros, vamos a comenzar a criar para que el producto salga bueno’”.

Paradójicamente, es esa busca de rentabilidad de un negocio de capa caída la que conduce a Negro a trillar el camino opuesto. A partir de aquel momento, las 24 horas de su día son embebidas por la localización, rescate e incubación de los nidos, no para traficarlos, sino para devolver a la naturaleza lo que le pertenece. El rápido crecimiento en el número de anidaciones es su mayor orgullo.

Hablar con Negro luego de terminado su intercambio con los pescadores visitantes fue casi llover sobre mojado. No cansa, empero. Su historia puede ser escuchada un montón de veces, como una canción que de la que somos devotos. Es pródigo en detalles, y solo se torna elusivo en su respuesta a si acaso no estará él monopolizando, en detrimento de la sostenibilidad futura, un proyecto que ya gana fama.

“Esa pregunta no me gusta contestársela a nadie. Todo el mundo y la profesora (Yolanda León) saben qué pasa. Por eso no la contesto”, dice lacónico. Invita a volver en otro tiempo para que sean los propios ojos de la periodista los que ofrezcan la respuesta. No vale argumentar que la crónica se escribirá ahora, no después.

Vuelto a su ser natural, interrumpe a medio camino la pregunta sobre sus relaciones con el Ministerio de Medio Ambiente que, en teoría, supervisa diariamente su trabajo (es guardaparques desde el 2007) y que, en la realidad, puede estar hasta cuatro meses ausente.

“Muy buenas, muy buenas. Muy agradecido de ellos, de verdad que sí. Lo digo honestamente. Claro, tienen sus excepciones, como todo, pero hay que aceptarlos como son. Uno no puede matar a nadie porque sea malo. La gente está cambiando, eso sí”, afirma.

Entre una cosa y otra, algo de conciencia colectiva sobre la preservación de las tortugas avanza poco a poco. En el camino recorrido, los niños de Mano Juan, algunos ya hombres, convocados a la liberación de las tortugas en las playas de arena blanquísima, echan hoy otra mirada al mundo que los rodea. Y son ellos, asegura Negro, quienes han ido plantando en sus padres la voluntad de no recaer en las antiguas prácticas depredadoras. En ellos encuentra un insuperable aliado.

Pero Negro también tiene un agudo sentido del negocio. En lo que antes fue gallinero contiguo a su casa, este hombre que reclama su condición de pescador, ahora recibe grupos de turistas que, sin pago alguno, entran a la sombra de la endeble construcción para conocer el proyecto que él encabeza en Mano Juan. En las paredes, varios carteles detallan las características de las tortugas preservadas. En la mesa, numerosos potes conservan en formol ejemplares de las especies en diferentes estados de su desarrollo embrionario.

El auge de las visitas lo hizo pensar en sacar partido legítimo de su dedicación medioambientalista. Hoy es dueño de una pequeña presa con la que fabrica aceite de coco –exhibido junto a los embriones de tortuga— y de la venta de artesanías que los turistas compran a buen precio.

Reconoce, sin embargo, que ese turismo que también aprende sobre conservación cuando visita el proyecto, puede convertirse mañana en amenaza aupada por la diversidad de intereses que convergen en el desarrollo de la industria.

“En el turismo hay una serie de intermediarios de diferente especie que le complican la vida a todos los seres humanos. Tenemos ahí adentro un sector político, un sector económico, aunque hay un sector que trabaja. Pero son regadores de basura e impactan directamente el medio ambiente. Es una cadena que si nos ponemos a hablar de ella echaríamos la tarde entera”, dice enfático.

Para conjurar el peligro de que en Mano Juan resurja el tráfico de huevos alentado por quienes se acercan no solo en busca de sol y playa, sino también de otras recónditas quimeras, Negro apela a un recurso simple: los alerta sobre la nocividad del producto, “puro colesterol”, y del riesgo de cárcel que entraña la ilegal transacción.

Con los suyos, en esa islita adyacente donde una niña rubia y hablando un idioma extraño se retrata sonriente junto a sus padres montada en un burrito, Negro se gana el respaldo a pulso. Asegura que “el noventa por ciento” de los pescadores de Mano Juan le confiesan haber dejado por él de comerciar con los huevos, no porque haya una política oficial que los convoque y convenza. Por él, simplemente por él.

“Todo esto nos hace saber que sí se puede”, concluye en el momento en que otro grupo de turistas, el último de la tarde, entra curioso al local de lo que Negro sueña ver convertido algún día en un pequeño museo que guarde para todos la memoria de este empeño.